Gustave Flaubert


Antes se creía que solo la caña daba azúcar. Ahora el azúcar se obtiene casi de todo; lo mismo sucede con la poesía. Saquémosla de cualquier cosa, pues yace en todo y por doquier: no hay un átomo de materia que no contenga el pensamiento; y hemos de acostumbrarnos a considerar el mundo como una obra de arte cuyos procedimientos hemos de reproducir en nuestras obras.


GUSTAVE FLAUBERT, fragmento de la carta enviada a Louise Colet el 27 de marzo de 1853, recogida en Cartas a Louise Colet, Siruela, 1989, traducción de Ignacio Malaxecheverría.

Tomás Segovia


Si yo escribo un poema sobre el atardecer o sobre mi mujer desnuda, lo que me interesa no es hacer un hermoso poema, sino el atardecer o mi mujer desnuda. Si por un solo instante me interesara más mi poema que lo que en él, por pura ansia de realidad, intento expresar, me parecería haber cometido una especie de suicidio. Este suicidio es el que cometen hoy tantos artistas.


TOMÁS SEGOVIA, El tiempo en los brazos (1950-1983), Pre-Textos, Valencia, 2009, pág. 19.

Mario Vargas Llosa


Una humanidad sin lecturas, no contaminada de literatura, se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos, aquejada de tremendos problemas de comunicación debido a lo basto y rudimentario de su lenguaje. Esto va también para los individuos, claro está. Una persona que no lee, o lee poco, o lee solo basura, puede hablar mucho pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos para expresarse. No es una limitación solo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las palabras a través de los cuales los reconoce y los define la conciencia. Se aprende a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza, gracias a la buena literatura, y sólo gracias a ella. Ninguna otra disciplina, ni tampoco rama alguna de las artes, puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje con que se comunican las personas. Los conocimientos que nos transmiten los manuales científicos y los tratados técnicos son fundamentales: pero ellos no nos enseñan a dominar las palabras y a expresarnos con propiedad: al contrario, a menudo están muy mal escritos y delatan confusión lingüística, porque sus autores, a veces indiscutibles eminencias en su profesión, son literariamente incultos y no saben servirse del lenguaje para comunicar los tesoros conceptuales de que son poseedores.


MARIO VARGAS LLOSA, La verdad de las mentiras, Alfaguara, Madrid, 2005, págs. 389-390.

Virginia Woolf


Cada vez que una lee de una bruja tirada al agua, de una mujer poseída por los demonios, de una curandera vendiendo hierbas y aun de la madre de un hombre célebre pienso que estamos en la pista de un novelista, un poeta abortado, o una Jane Austen muda y sin gloria, una Emily Brönte rompiéndose los sesos en el páramo o recorriendo con desolación los caminos, trastornada por la tortura de su genio. Me atrevo a afirmar que Anónimo, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer. 


VIRGINIA WOOLF, Un cuarto propio, Alianza Editorial, Madrid, 2003, traducción de Jorge Luis Borges, pág. 56.

Michel Onfray


La doxografía antigua está saturada de anécdotas. Diógenes Laercio —¡hay que leerlo! — nos ofrece millares de ellas, cuyo sabor no es precisamente del agrado de los profesionales de la filosofía. En eso se equivocan, así como se equivocan cada vez que se privan del placer de ser inteligentes, o más aún, de la inteligencia de un placer. Pues con frecuencia la anécdota recoge el sentido de toda una filosofía. La historia menuda no es en este caso un fin en sí mismo, no tiene su origen en las habladurías, la espuma de los días o la superficie de las cosas; por el contrario, enseña la profundidad, conduce directamente al epicentro a quienquiera que preste oídos a estas sagas en miniatura.


MICHEL ONFRAY, Las sabidurías de la antigüedad, Anagrama, Barcelona, 2007, traducción de Marco Aurelio Galmarini, págs. 63 y 64.


Rosa Montero


La escritora Belén Gopegui me dijo hace algún tiempo que le desagradaban las biografías y que el género le parecía puramente chismoso. A mí, en cambio, me encanta; y no por lo que pueda tener de cotilleo, sino por su cualidad especular. Creo que al leer las vidas de los demás estamos intentando aprender de ellos: los personajes biografiados son exploradores que van de descubierta por esa terra incognita que es la existencia. Estudiamos sus aventuras y sus desventuras con el afán de deducir cómo es aquello que nos espera: cómo se puede uno manejar ante el triunfo y el fracaso, ante la vejez, el desamor o la pérdida, ante la muerte de los demás y la muerte propia.


ROSA MONTERO, Historias de mujeres, Alfaguara, Madrid, 1995, pág. 238.

W. H. Auden


Aunque una obra literaria pueda leerse de varias maneras, estas lecturas no son infinitas y pueden ordenarse de un modo jerárquico: algunas lecturas son sin duda más «verdaderas» que otras, algunas resultan improbables, otras falsas, y otras, como empezar por el final e ir avanzando hacia el principio, francamente absurdas. Por esa razón, a una isla desierta, uno debería llevarse un buen diccionario, antes que la mayor obra literaria imaginable; porque, respecto de sus lectores, el diccionario es completamente pasivo y puede, legítimamente, leerse de infinitas maneras.


W. H. AUDEN, El arte de leer: Ensayos literarios, Lumen, Barcelona, 2013, traducción de Juan Antonio Montiel.

Hermann Hesse


Los libros no están ahí para hacer aún menos independientes a las personas dependientes, y tampoco para proporcionar una vida ficticia y barata a las personas incapacitadas para la vida. Todo lo contrario: los libros sólo tienen valor cuando conducen a la vida y la sirven y le son útiles, y cada hora de lectura que no produce al lector una chispa de fuerza, un presagio de rejuvenecimiento, un aliento de nueva frescura, es tiempo desperdiciado.


HERMANN HESSE, fragmento 308 de Lecturas para minutos, Alianza Editorial, Madrid, 1977, traducción de Asunción Silván, pág. 217.

Salvador Pániker


La adolescencia es un gran rito de iniciación encaminado a transformar a los niños en adultos. Esos ritos de iniciación comportaban, antiguamente, pruebas muy duras. Con el tiempo se transformaron en una especie de “autodescubrimiento” dirigido por la “educación”. La adolescencia, esa edad tan vulnerable y hormonal, requiere pues una enérgica y delicada paideia. Los generalmente mal diseñados adultos arrancan de una adolescencia deplorable. Y ésta es la razón por la que un profesor de bachillerato es mucho más importante que un profesor de universidad. Y por la que un maestro de enseñanza secundaria debería gozar de mayor prestigio, e incluso estar mejor remunerado, que uno de universidad.


SALVADOR PÁNIKER, Diario del anciano averiado, Penguin Random House, Barcelona, 2015, pág. 131.

Miguel de Unamuno


Todo esto de las cacofonías y las asonancias y demás bobadas no son más que eso: bobadas. ¿De dónde has sacado que el repetir una misma sílaba en pocas palabras es cacofónico? Tonterías de preceptivos que, no teniendo nada que decir, inventan dificultades técnicas artificiosas para atribuirse el mérito de vencerlas. La mayor parte de esas reglas que se dice fundadas en principios intrínsecos de buen gusto, no son tales. Se han hecho un oído preceptivo, artificioso, y están sordos por dentro. Y no quiero decir sordos a la idea, al pensamiento desnudo de lenguaje –si es que tal cabe–, sino sordos a la música íntima, a la entrañada armonía, y armonía acústica, por supuesto. Porque hasta como música, esa prosa de ebanistería es insoportable. Y monótona. Se oye en ella el chirrido de la muñequilla, que da dentera. ¡Que se te quite la manía de la perfección, hombre! Sin andas con eso de la perfección, acabarás por no hacer nada vivo. Y lo que no es vivo, ni se tiene en pie ni dura.


MIGUEL DE UNAMUNO, fragmento de Orfebrería literaria, publicado en Los Lunes de “El Imparcial”, Madrid, 5 de mayo de 1913, recogido en Obras Completas, VII, Escelicer, 1967, Madrid, pág. 846.